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Mocha Celis: una escuela más allá

Actualizado: 5 nov 2019

Perfil del bachillerato trans que nació en Chacarita, fue pionero en el mundo y se volvió una referencia para la comunidad educativa internacional.



Por Nicolás Baintrub y Tobías Yatche




La cámara la sigue desde atrás en un travelling espiralado mientras Mocha Celis sube los cinco pisos por la escalera. El plano contrapicado la muestra majestuosa con su melena morocha y un vestido rojo. El paso es cansino, bamboleante, durante los primeros pisos. En el último tramo, cuando faltan ya pocos escalones, no puede contener la emoción y corre a través del hall en el que se exhiben fotos de sus compañeras que ya no están. La luz dorada del final de la tarde se filtra por los ventanales del aula mientras Mocha Celis entra a la escuela que lleva su nombre.

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La escena es imposible porque a Mocha la mataron hace años y nunca llegó a enterarse de nada de todo esto. Pero la escuela existe, efectivamente se llama Mocha Celis, es el primer bachillerato trans del mundo y queda en el barrio porteño de Chacarita, en el quinto piso de un edificio pegado a la estación de tren.

La escena es imposible, pero existe: les estudiantes del bachillerato la recrearon en el documental “Mocha: Nuestra lucha, su vida, mi derecho”.

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Son las 3 de la tarde de un sábado cualquiera de mayo y, como cualquier sábado a esa hora, Francisco Quiñones Cuartas está trabajando en el Mocha. Vestido con zapatillas, jeans y una remera negra de cuello redondo, el rector de la escuela hace de maestro de ceremonias y anfitrión de una peña que se desarrolla en el primer piso del edificio. Un grupo de mujeres muy jóvenes recita poesías de Violeta Parra arriba del escenario mientras circulan empanadas, cerveza y gaseosas. Cuando terminan, un disc jockey pasa canciones con éxito dispar hasta que da en el blanco: Gilda. Todos y todas salen a la pista a bailar. El disc jockey ha encontrado un nicho y no piensa soltarlo. Suena un hit detrás del otro: Corazón valiente, Fuiste, No me arrepiento de este amor. Mientras tanto, Francisco se ocupa de ver que todo esté en orden en el buffet y vende rifas. Uno de los premios es un asado para seis personas.

-Esperenmé un ratito donde está esa gente así cuando termino les doy una entrevista a todes juntes –dice Francisco.

Esa gente: más de quince personas entre periodistas, fotógrafos, investigadores, estudiantes de grado y de posgrado.

El Mocha Celis es una referencia para la comunidad educativa internacional, personalidades de diferente países viajan para conocerlo, pero no recibe apoyo del Estado. Se financia con el bolsillo de los docentes, peñas, buffet, rifas.



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En el hall del quinto piso, al lado de las dos aulas luminosas y con grandes ventanales en las que de lunes a viernes estudian más de 150 personas, funciona una muestra fotográfica del Archivo de la Memoria Trans. Hay decenas de imágenes: cuerpos enfundados en cuero, risas contagiosas, gestos desafiantes, tetas siliconadas, culos firmes y no tanto, tangas, personas acariciando mascotas, andando a caballo. Hay un elemento, más allá de la identidad trans, que funciona como denominador común: todas las personas que aparecen en las fotografías están muertas. Un cartel pintado en la pared dice así: “Esta se fue, a esta la mataron, esta murió”.

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La disposición del aula no se diferencia en nada de la de los colegios tradicionales: los pupitres individuales están ordenados en filas mirando hacia el frente, donde un pizarrón verde cuelga de la pared. Debajo del pizarrón, un escritorio enfrentado a los pupitres. En ese escritorio se sentará Francisco Quiñones cuando termine sus tareas en la peña.

En una especie de clase debate o conferencia de prensa improvisada lloverán preguntas de los periodistas, fotógrafos, investigadores, estudiantes de grado y de posgrado ubicados en los pupitres de los alumnos: ¿Cómo surgió la idea? ¿Qué diferencia al Mocha de las escuelas tradicionales? ¿Cómo se financia? ¿Entregan títulos oficiales? ¿Todos los alumnos son trans? ¿Cuál es la propuesta pedagógica? ¿Se enseña distinto? ¿Se paga o no se paga? ¿No es autodiscriminante que exista un colegio exclusivo para personas trans?

Francisco contestará las preguntas que ya ha contestado en muchas oportunidades -podría adivinarse que todos los sábados, día en que suele reunir a quienes quieren preguntarle estas cuestiones- como si lo hiciera por primera vez: ocultará, en un gesto de cortesía, el tedio de la repetición; contará, como si acabara de recordarlas, anécdotas que ha contado en más de una entrevista; expondrá, como si recién los hubiera pensado, conceptos teóricos que viene trabajando hace tiempo; señalará de pronto, como probablemente hace en todos los encuentros de este tipo, el aula repleta de personas blancas heterosexuales bienintencionadas y hablará de extractivismo académico y zoologización.

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El edificio en el que funciona la escuela, pegado a la estación Chacarita, fue construido por la empresa Ferrocarriles del Estado y siguió la suerte de las últimas tres décadas de política económica argentina: en los 90 quedó abandonado con el desguace de los los servicios públicos, durante la crisis de 2001 lo recuperó una cooperativa y funcionó como club del trueque y hacia el 2012, casi en paralelo con la sanción de la ley de Identidad de Género, comenzó a alojar al Mocha en el quinto piso.

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Daniel Caras recorre la muestra del Archivo de la Memoria de Trans deteniéndose en cada foto. No es alumno del Mocha pero es actor y acaba de salir de un casting para una película sobre diversidad de género que se desarrolló en una de las aulas. Cuenta que en una oportunidad interpretó a una mujer trans, y que le resultó un desafío no caer en el estereotipo para componer el personaje.

-¿A veces no son las propias chicas trans las que se apropian del estereotipo y lo reproducen, como en las fotos?

-El estereotipo puede funcionar como autodefensa, como resignificación del insulto. Yo, como chico gay, a veces juego con eso: hay cosas que son muy básicas para agredir, pero cuando vos te apropiás de eso, deja de ser agresivo y no tiene gracia ni para el agresor. Te diría que lo aprendí en la escuela, pero no porque me lo enseñaron sino por mis propias vivencias. La escuela fue el lugar en el que más bullying sufrí.

-¿Por parte de tus compañeros?

-No, sobre todo de los docentes.



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Según la última investigación realizada por la Fundación Huésped, une de cada dos niños y adolescentes trans abandonó -en rigor, fue abandonado por- la escuela. De la población de adultos trans, más del 65 por ciento no tiene el secundario completo. Esa cifra duplica la deserción escolar de la población general de la Ciudad de Buenos Aires. Es decir, los colegios tienen las puertas abiertas pero esas propuestas, por diversos motivos, son expulsivas para las personas trans.

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“Me desmayaba en todas las clases de educación sexual cuando me mostraban una anatomía que no tenía nada que ver conmigo. Empezaron a medicarme porque tenía ataques de pánico. Me vieron más de veinte psiquiatras, me hicieron test de todo tipo. Cada vez aguantaba menos, hasta que me empecé a escapar”, Nicole Ortiz Castellanos, colegio San Martín de Tours, Barrio Parque, Capital Federal.

“Un día vino la preceptora y me dijo usted no puede venir pintado a la escuela como una mujer. Perfecto, entonces no vengo más”, Gona Costa, colegio San Patricio, Córdoba.

“No quería ir al baño. Cuando no me aguantaba más iba al de profesores mientras los demás estaban en el aula”, Valeria Licciardi, colegio Mariano Moreno, Monte Grande, Provincia de Buenos Aires.

“Los docentes decían mi nombre delante de todos para lastimarme, se burlaban. Ir al baño directamente era impensado”, Virginia Silveira, cinco colegios públicos diferentes, Salta.

Los colegios tienen las puertas abiertas pero esas propuestas, por diversos motivos, son expulsivas para las personas trans. Bajo esa premisa, Francisco Quiñones y Agustín Fuchs decidieron fundar el bachillerato.

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Son las 5 de la tarde de un martes frío pero soleado de mayo y la activista Valeria Licciardi atraviesa el bar con una sonrisa franca, amable. Lleva puestas zapatillas deportivas, una calza negra y un buzo con capucha violeta como los que se usan para entrenar en el invierno. Durante más de una hora, contará sus experiencias educativas desde el jardín de infantes hasta la secundaria. En un punto de su relato, describirá el uniforme de su escuela privada: pollera y blusa para las chicas, pantalón y camisa para los chicos. Recordará, entonces, el día en que pidió reunirse con el rector para decirle lo siguiente: “No quiero usar más el uniforme, voy a usar la ropa de gimnasia todo el día. A partir de ahora no soy hombre ni mujer, soy una persona de gimnasia”.

-¿Creés que es necesario que exista una escuela específica para la población trans?

-Si uno no está metido en profundidad en el tema puede pensar que hacer escuelas para travestis es autodiscriminante, pero eso sería un error muy grande. Tienen que existir esos espacios porque hay personas que no tienen posibilidad de estudiar en otro lugar, es una cuestión estadística, está en los números. Al no existir esa posibilidad real hay que crear algo exclusivo, aunque luego se abra a la comunidad, que es lo que pasó con el Mocha. Pero primero tenés que encontrar un lugar de arribo, un lugar en el que te cobijen.

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Al principio Francisco, Agustín y otros colaboradores se acercaban a las zonas de prostitución para dar a conocer la propuesta. Maite Vara, psicóloga y actual titular de la Dirección de Diversidad y Género de la Provincia de Corrientes, formó parte de algunas de esas recorridas: “Nos acercábamos, pedíamos permiso con mucho respeto, entendiendo que era un espacio específicamente de ellas. Les contábamos de qué se trataba la escuela, les preguntábamos si habían finalizado sus estudios, de dónde eran, cómo vivían. Se abría un espacio de charla y las invitábamos a que vinieran”.

“El problema era que llegaban y no sabían ni dónde estaban. Decían acá no hay pizarrones, no hay aulas, no hay tizas, esto no es una escuela”, cuenta Francisco Quiñones.

El recuerdo de Valeria Licciardi, que conoció el Mocha en sus inicios, coincide: “No había absolutamente nada: una mesa de madera y chau”.

Efectivamente, en 2012 no había pizarrones, no había aulas, no había tizas. Ni siquiera podían entregar títulos oficiales, los cuales se reconocieron en 2014 cuando se recibió la primera camada. Pero el Mocha ya era una escuela: una escuela cuyas clases se dictaban en un pasillo mientras de fondo se escuchaban golpes del gimnasio de boxeo con el que compartía piso.

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El Mocha Celis es un bachillerato trans, pero eso no significa que sea una escuela exclusiva para personas trans o travestis.

-Nosotres elegimos nombrarnos así porque una de las acepciones del término “trans” es “más allá de”: más allá de la orientación sexual, más allá del género, más allá de cualquier cosa, todos, todas y todes tienen derecho a la educación –dice Francisco y a continuación recita, sin detenerse a respirar, una lista de grupos sociales a los que el sistema educativo margina en mayor o menor medida y que componen la diversa población del Mocha: “Personas trans, afrodescendientes, madres solteras, migrantes, gays, mujeres de más de 50 años, vecinos de asentamientos urbanos, lesbianas, trabajadoras sexuales”.

-¿Alojar una población tan heterogénea no podría hacer que se diluya la especificidad trans?

-No, porque no tiene que ver con las personas que vengan al espacio sino con la propuesta. Todas las personas tienen derecho a la educación, pero cuando vienen acá tienen que empezar a trabajar en clave de la diversidad. Lo que no se permite son agresiones machistas o violencias de ningún tipo. Se espera que los estudiantes mínimamente puedan empezar a hacer un proceso de deconstrucción y que traten bien a sus compañeros.



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Dejando de lado el hecho de que sus profesores la llamaban por un nombre masculino para exponerla, de que sus compañeros la aislaban por su identidad, de que ni siquiera podía ir al baño en la escuela, Virginia Silveira dejó sus estudios, entre otros muy buenos motivos, por una cuestión de agenda. A los 13 años, mientras cursaba primer año del secundario -mientras el Estado debía garantizarle la posibilidad de crecer en un ambiente seguro y de acceder a una educación gratuita y de calidad, mientras debía estar haciendo deportes o jugando videojuegos o llorando y riendo por nimiedades o leyendo a Salinger o viendo telenovelas sobre huérfanos que viven en mansiones-, Virginia Silveira comenzó a prostituirse en la zona roja de la ciudad de Salta. Como los horarios del colegio nocturno al que asistía no eran compatibles con su situación de prostitución, dejó la escuela. Nadie le preguntó nada.

El informe de la Fundación Huésped indica que el 85 por ciento de las mujeres trans estuvo en situación de prostitución alguna vez en su vida.

En el Mocha se cursa de lunes a viernes de 14 a 18.



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La anécdota que cuenta Francisco Quiñones cuando le preguntan acerca de la heterogeneidad de la población de alumnos del Mocha podría ser la trama de una película de Clint Eastwood pero con perspectiva de género.

Hay dos personajes: David López y Viviana González.

David López es un tipo duro, recio. Nació en Perú y estudia en el Mocha pero sólo porque le queda cerca de la casa. Los amigos del barrio lo cargan por ir al colegio de los putos. Su discurso es más o menos así: vengo acá porque me conviene el horario, pero no tengo nada que ver con las travas. Que no me toquen, no me miren. Una transfobia entre moderada y alta.

Viviana González fue quíntuple campeona de karate con la selección masculina. Estudia en el Mocha y además da clases de defensa personal feminista a sus compañeras. Su problema son los inmigrantes, que le sacan el trabajo a los argentinos. Tiene una una xenofobia entre la desconfianza y Donald Trump.

Un día David entra casi por error al salón donde Viviana da sus clases de artes marciales. No puede creer lo que ve: Viviana es un animal macizo, compacto, pero a la vez ágil y veloz. Una especie de jabalí con la destreza de una pantera y el pelo lacio, larguísimo, rubio. David se queda mirando en una esquina como quien no quiere la cosa. Algo parecido a la admiración brilla en sus ojos. Se debate entre las ganas de entrenar y la humillación que supondría que un trava le enseñe a pelear.

Esa misma semana a Viviana le roban el celular por la calle. David, que trabaja en una feria, le ofrece venderle uno nuevo. Viviana desconfía: ¿comprarle un celular a un peruano? Además no tiene dinero. Acostumbrada, “a lo trava”, a negociar con clientes, con policías, con todo el mundo, le ofrece a David darle clases particulares a cambio del celular.

David acepta y no sólo se hacen amigos sino que además Viviana lo incorpora a sus clases de defensa personal feminista. Muchas veces a él le toca hacer de machirulo y las chicas lo revolean para todos lados.

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Así como la heterogeneidad de la población del Mocha no diluye la especificidad trans, la disposición tradicional del aula, explica Francisco, tampoco implica que no haya un abordaje pedagógico diferente.

-Hay cosas que funcionan del sistema tradicional y otras que no. La educación popular no tiene que ver solamente con la disposición. El proceso de la educación popular tiene que ver con la participación real de estudiantes en la toma de decisiones y en la construcción colectiva del conocimiento.

Para poner en valor los saberes que portan les estudiantes, en el Mocha se trabaja con las experiencias de los propios alumnos: no sólo se socializan los conocimientos de cada uno, como con las clases de defensa personal de Viviana u otros talleres de diferentes oficios que dan otros compañeros, sino que se abordan cuestiones de la vida cotidiana: en matemática leen las facturas de luz, en las clases de ESI trabajan con relatos en primera persona, en lengua redactan cartas a autoridades de hospitales.



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Activista de fuste, autora de frases como “cuando una travesti entra a la universidad le cambia la vida a esa travesti, pero cuando muchas travestis van a la universidad le cambian la vida a la sociedad”, Lohana Berkins fue quien propuso llamar Mocha Celis al Mocha Celis. El 15 de mayo, día en que hubiese cumplido años, se proyectó en el Centro Cultural Conti, que funciona dentro de la ex ESMA, el documental que realizaron los estudiantes del bachillerato para contar su propia historia.

Cuando terminó, Viviana González, que además de karateka es poeta, leyó un texto sobre una razia policial. El texto describía, en dos de sus versos, a los policías desbocados. Decía así:

Una jauría de perros azules

Hambrientos, armados, violentos

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Mocha Celis fue una travesti tucumana que trabajaba en el barrio de Flores. Estaba acostumbrada al abuso policial pero había un sargento, contó Lohana Berkins en una nota que publicó en Página 12, un tal Álvarez de la comisaría 50, que le tenía una saña particular. Todas sus compañeras, incluida Lohana, escucharon cuando una noche, durante una razia, Álvarez le dijo “ya vas a ver, puto de mierda, vos vas a terminar con tres tiros”. Poco tiempo después, apareció muerta. Tenía tres tiros en el cuerpo. Jamás se pudo confirmar que Álvarez fuera el asesino porque la causa nunca prosperó.

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Virginia Silveira llegó al Mocha en 2012. Era algo así como una última oportunidad para terminar el secundario. Si fallaba, si se repetían las experiencias que había vivido en Salta, si otros profesores volvían a discriminarla, si otros compañeros volvían a marginarla, si otra escuela volvía a abandonarla, probablemente dejaría sus estudios para siempre.

En los videos filmados en 2014 en el salón blanco del Ministerio de Educación se la ve radiante con un vestido negro cruzado por una banda celeste y blanca. Virginia fue la abanderada de la primera promoción del Mocha, en la que coincidió con otras chicas que había conocido ejerciendo la prostitución. “Éramos compañeras de la noche y terminamos siendo compañeras de escuela”, dice, y es necesario ver que sus ojos no esperan un golpe de efecto, escuchar que su voz no se detiene en un silencio impostado, para constatar que la frase no es un eslogan sino una descripción. Actualmente estudia Abogacía y trabaja en el Ministerio Público Fiscal.

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Mocha no sabía leer ni escribir pero le encantaba que le contaran historias. Cuando caía detenida, solía pedir que alguien le leyera. En su nota de Página 12 Lohana Berkins recordó lo que le dijo una noche a otra compañera de calabozo: “Aprovechemos que estamos acá adentro y enseñale a Mocha. Pero hacelo de manera que ella no se sienta mal, que no se sienta menos”.

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